Miguel nunca comprendió por qué su papá se había ido de viaje sin avisarle.
Tampoco entendió por qué su mamá nunca bailaba desde entonces, ni por qué la
alegría se había apagado en su casa, ni por qué el denso silencio lo cubría
todo, pegándose en los cristales húmedos de sus ojos, sellando su boca en una
palabra contenida.
Cuando salía de la escuela se pasaba siempre por la estación de tren por si
su papá se decidía volver. Aunque hiciera mucho frío, aunque sus manos las
sintiera muertas a pesar de los guantes de lana que llevaba, él esperaba. Nunca
se cansó de hacerlo, con la ilusión de verle inyectada en su mirada observaba las diferentes personas que bajaban
del tren con la maleta en su mano y, hasta que no había bajado la última, no se
iba de allí con la esperanza detenida, pero nunca extinguida pues al día
siguiente volvía a estar al mismo sitio otra vez. Por si acaso su papá había
perdido el tren y decidiera cogerlo al día siguiente. Anhelaba contarle tantas
cosas acontecidas en los últimos meses. En el colegio, iban a representar una
obra de teatro y él tenía el papel protagonista, el de Pulgarcito, por su
estatura chica. En el último partido de fútbol, se había caído y le tuvieron
que poner puntos en la pierna derecha y quería mostrarle la cicatriz que le he
había quedado. En la ciudad, habían empezado unas obras y quería contárselas
porque tenía miedo de que su papá no reconociera su ciudad y no se bajara en la
estación adecuada. Eran acontecimientos que tenían valor para cualquier
chiquillo y que necesitaban los consejos de un papá atento que por el momento
parecía que se retrasaba. Demasiado.
En verano, Miguel nunca supo por qué se tuvo que ir al pueblo a vivir con
sus tíos, ni por qué el sol aquel año parecía no brillar con tanta intensidad.
Él y su prima Blanca tenían la misma edad aunque no les gustaban las mismas
cosas. En el pueblo había pocos niños, todavía era pronto para que llegaran los
forasteros ya que lo hacían en agosto y, todavía estaban a finales de junio. A
Miguel le gustaba su tío porque le recordaba a su padre, los mismos ojos
rasgados, igual nariz acabada en punta y, cuando hablaba, gesticulaba del mismo
modo que él, moviendo ligeramente las manos y frunciendo los labios acompañados
de frases dichas en un tono suave. No obstante, su mirada imponía respeto. Su
tío llevaba una de las granjas de la comarca y se levantaba muy temprano. Él se
quedaba con su tía y su prima el resto del día en la casa dedicándose a los
quehaceres domésticos y de vez en cuando también salían a andar por el valle, a
hacer algunos recados o a vender huevos entre los vecinos.
Aquella tarde soleada Miguel echaba de menos especialmente a su papá porque
quedaban dos días para su cumpleaños y no sabía si recibiría una llamada de su
progenitor. Quién sí le llamó fue su mamá aunque su llamada contenía la
ausencia de emoción, el vacío de palabras pronunciadas como una autómata que
Miguel percibió aunque no supo por aquel entonces a qué se debían. Se cortó la
comunicación de una manera fría, después de unos minutos de silencio en qué su
mamá ya no recordó lo qué decirle.
Desde aquel día Miguel no paró de preguntar a su tía por el paradero de su
padre de manera muy insistente. Su tía se encogía de hombros y negaba cualquier
información al respecto, decía que no sabía nada pero Miguel nunca la creyó.
Por eso le insistía con ganas hasta la saciedad.
—Pero ¿cuando, cuando va a volver papá?
La tía cansada ya de tanta pregunta le respondió
—Cuando las gallinas bailen.
Lejos de parecer un imposible, Miguel se aferró a esa posibilidad como si
le fuera su vida en ello. Desde aquella contestación de la que su tía enseguida
se arrepintió, Miguel se despertaba antes que el gallo y naturalmente que su
tío, se ponía las zapatillas, entraba en el corral y ponía música a las
gallinas. Las ponía en círculo para que dieran sus primeros pasos y las
intentaba adiestrar. Pero las gallinas se rindieron pronto a sus escasas
habilidades para la danza. Simplemente cacareaban y cumplían su función
poniendo un huevo diario. Miguel se frustró pero lejos de desistir, como ansiaba
el poder ver a su padre, cada día lo intentaba de nuevo.
Cuando llevaba más de quince días con esa persistente rutina, algo cambió
en el sabor de los huevos, más consistentes,
siempre de doble yema con un gusto exquisito. Las voces de que aquellos
eran los mejores huevos de todo el país se alzaron como una polvareda. Muchos
quisieron probarlos, los tíos de Miguel compraron más gallinas y subieron el
precio de los huevos porque había mucha demanda. Sus gallinas no bailaban pero
daban huevos de oro, su cuenta corriente crecía e incluso algunos los llegaron
a subastar.
Miguel a finales de aquel verano estaba como siempre en el corral pero le
entró sed y fue a la cocina a buscar un vaso de agua. La puerta estaba
entornada y por su rendija se filtraban las siguientes palabras de su tía:
— ¿Y qué quieres que le diga al chiquillo? ¿Qué su
padre está muerto? Esa es la verdad, pero mira, lo de las gallinas lo bien que
nos ha ido.
— ¿Pero no te da pena? –le preguntó una vecina-.
— Claro que me la da, pobre chico, y con su madre en
ese psiquiátrico internada por depresión. Pero Miguel es un chico que se
ilusiona fácilmente. Lo del viaje tampoco fue buena idea. Y todo por no decir
una verdad dura, sí, pero que se acaba aceptando a duras penas….
A Miguel se le cortó la sed de repente. No volvió a ser el mismo con las
ilusiones arrebatadas de cuajo ya no volvió a enseñar a bailar a las gallinas
que dejaron automáticamente de producir los buenos huevos que tenían
acostumbrados a sus clientes. Una noche le dijo a su tía:
— ¿Cuándo, cuándo podré ver a mamá?
— Pronto, muy pronto –se aventuró a decir la tía-.
Lo que la tía no sabía es que pronto para un chiquillo significa ya y que
aquella espera se alargó más de lo debido para Miguel.
Al cabo de unos largos meses Miguel se reunió con su madre y volvió a vivir
en su hogar.
Una tarde Miguel la abrazó y le dijo:
—Mamá, baila, aunque sea sola. Pero baila…
Y encendió el tocadiscos en donde giró una melodía favorita para ambos. Su
madre empezó a mover las caderas rítmicamente envolviendo sus gestos con ellas.
Una bailarina nunca pierde su gracia y ella bailó aquella noche sola hasta que
sintió sus pies muy cansados, tanto que se detuvo unos instantes para besar la
fotografía de su difunto marido. Le añoraba pero su vida debía continuar junto
con Miguel que la necesitaba. Observó a Miguel que se había dormido con la
melodía en el sofá del comedor mientras su madre bailaba. Le beso en la frente,
le llevó a la cama y le arropó.
¿Esta historia la escribes tú? ¡Me gusta! Yo publico capítulos de novelas de autores noveles para darles difusión, si quieres que publique alguno tuyo sólo tienes que decírmelo.
ResponderEliminarSaludos.
Bonito relato, muy tierno y lleno de sensibilidad. Un abrazo
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