sábado, 7 de septiembre de 2013

La sal de las heridas 20

—     ¿Dónde estás?
—     …
—     Tranquila, voy para allá.
Jesús pone la cara más seria que le he visto nunca y nos cuenta:
—     Era María. Está en la puerta del tanatorio. Dice que en nada van a llevar el cuerpo de su hermana y que ella sólo tiene ganas de beber. Voy a buscarla antes de que haga una tontería.
Jesús sale precipitadamente del restaurante y su mujer se queda con nosotros. Los postres llegan y aunque siempre suelen ser mi plato favorito esta vez no puedo con él. El coulant de chocolate se me atraganta y bebo un largo trago de agua para que baje para abajo. Al final me acabo dejando más de la mitad. Los niños piden salir a jugar al parque que hay al lado del restaurante y su madre les dice que sí. El camarero sirve los cafés y cuando ya vamos por el segundo Jesús entra con una María desencajada. Su pelo lo lleva atado en una coleta y su aspecto es deplorable, grasoso y sucio. María se deja caer en la silla al lado de Sara pero al cabo de poco se levanta y se va hacia el lavabo.
—     Está muy mal –dice Jesús y no me queda duda de ello después de haberla visto-. Toda su familia está acudiendo al tanatorio y ella no tiene ganas de hacer ningún papel, me ha dicho que no puede con esto. Que no puede aparentar y oír las maravillas que hizo su hermana en vida y los comentarios de pobrecita.
—     La entiendo –digo-.
—     Cuando alguien se muere, sólo queda el recuerdo de lo bueno que fue aunque en vida hubiese sido un cabrón –comenta Jaime-.
—     Exacto, pero María tiene muy reciente y grabada la putada que le hizo Luz –continua Jesús-. No puede actuar y hacer ver que nunca ha pasado nada. Sus padres están desechos y María me ha dicho que seguro que si hubiera sido ella la muerta seguro que no lo estarían tanto.
—     Vaya –dice Sara y mira hacia la puerta del lavabo-. Cuidado que viene –murmura-.
Nos callamos y vemos como María se acerca hacia nosotros con pasos temblorosos y se vuelve a dejar caer en la silla. Un pesado silencio es el que hay ahora en nuestra mesa hasta que María abre su boca y me dice:
—     ¿Me puedes poner un poco de agua, Elisa?
Le sirvo el poco de agua que queda en la botella y Jesús le pregunta si quiere que pida otra a lo que María asiente. Se la va bebiendo rápido y al fin le entra hipo.
—     ¡Mierda! –masculla María y mira su reloj digital-. Ahora bien seguro que estarán…¡hip! todos allí, mis tíos, ¡hip! mis primos, los vecinos… Todos con buenas palabras, comentado lo buena que era, lo guapa que era… ¡hip!
María aprieta su puño derecho y por un momento creo que va a dejarlo caer sobre la mesa. Bebe otro largo trago de agua sin respirar y parece que el hipo se le quita.
—     Y yo no puedo seguir con esta farsa… -sigue María-. Porque nadie sabe que Luz se acostó con Víctor, ni siquiera mis padres. Les dije que lo habíamos dejado porque no estábamos seguros del paso que íbamos a dar. No lo comprendieron, nadie lo comprendió y encima tuve que escuchar sermones por parte de ellos de que un chico como Víctor no lo volvería a encontrar en mi vida. María, me decían, piénsatelo bien, porque Víctor se los puso en el bolsillo desde el primer día que lo conocieron.
Mientras María habla no puedo dejar de pensar en Luís, en cómo lo he traicionado. Nacho me traicionó a mí, así como Luz y Víctor traicionaron a María. El nudo de infidelidades enredado y complejo me ahoga, yo también me sirvo un poco de agua que bebo con ansia.
—     Si ese era el destino de Luz, ojalá se hubiese muerto antes –oigo que dice María-. De esta forma no hubiera tenido tiempo para acostarse con Víctor.
Todos la miramos sorprendidos, María aprieta los dientes y por último calla. El camarero del restaurante nos indica que ya van a cerrar, son casi las seis de la tarde y Jesús le dice a María que vaya a su casa. Nos despedimos hasta el martes no sin antes volverle a recordarle a Jesús que hable con Luís.
Al volver a casa, Sandra me pregunta directamente:
—     ¿Por qué le has dicho a Jesús que hable con Luís? Elisa… ¿qué ha pasado?
Le rehúyo la mirada y le digo:
—     Me volví a acostar con Nacho.
—     ¿Qué? ¿Cuándo? ¿Por qué? –y sus preguntas van subiendo de tono-.
—     Porque todavía no lo he podido olvidar, Sandra, por eso…
—     Elisa, Nacho no te conviene, ni antes, ni ahora, entiérralo en el pasado de una vez.
—     ¿Y me puedes decir cómo se hace esto?
—     ¿Lo fuiste a buscar tú? ¿Te buscó él? ¿Qué pasó, Elisa?
—     Vino a buscarme a la salida del trabajo para decirme que volviera con él.
—     ¿Qué? ¿Y tú le dijiste que sí a la primera?
—     Cuando vi sus lágrimas no pude negarme.
—     ¿Qué Nacho lloró?
—     Sí…
—     ¡Lágrimas de cocodrilo!
—     Parecían sinceras, Sandra.
—     Sí, y voy yo y me las creo–dice una Sandra irónica-. ¿Volviste a beber, no?
—     Sí… -y bajo todavía más mi cabeza-.
—     Joder, Elisa, ¿ves como no te conviene?
—     Lo sé… Pero no tengo remedio…
—     ¡Claro que lo tienes! Eso no lo digas nunca. Hundiéndote en la pasividad no, desde luego. Estabas bien con Luís, llevabas un tiempo estable, habías cambiado para bien, y ahora… ¿vas a volver atrás como los cangrejos?
—     No, Sandra, me equivoqué. Pero no me pude resistir a la idea de la playa. Ya lo sé, estoy loca de remate. Por eso vino la policía a buscarme, porque a la mañana siguiente encontraron allí a Luz.
—     ¿Cómo?
—     Sí, pero me dejaron marchar porque la mataron antes de que yo estuviera allí con Nacho. No en el momento en que yo estuve en la playa…
Jaime entra en mi cuarto y nos interrumpe:
—     Rápido, venid a ver las noticias, hablan sobre el caso de Luz.
Corremos rápido por el pasillo y nos sentamos enfrente de la televisión. Han detenido a Nacho como autor del crimen en Portugal, puedo ver una fotografía suya a pantalla completa que me pone los pelos de punta de una intensa sacudida.
—     Elisa, ¿ves como el asesino siempre vuelve al lugar del crimen?
—     … -no puedo responder-.
—     Lo tengo más que claro –dice  Sandra-. Quería inculparte, por eso te hizo ir a la playa.
La duda que ha sembrado Sandra me corroe fulminantemente por dentro.
Continuará...

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