Les he dicho a
Sandra y a Jaime que no me esperen, que esta noche salgo. Me he puesto el
vestido negro con unos leggins y un collar de bisutería a juego con los
pendientes. Me pongo las lentillas que recientemente me he comprado y me
maquillo a conciencia. Parece mentira que con todos estos simples cambios que
estoy haciendo en mi imagen me sienta tan bien. Me miro en el espejo y
compruebo los resultados: vuelvo a ser yo, la Elisa de antes, la de la foto de
la boda de Sandra que transmitía felicidad
con tan sólo mirarla. Hemos quedado delante del edificio de terapia, no
sé a qué restaurante vamos pero nos llevarán con el coche de Toni y Ana.
Sandra, después de admirarme, me presta un bolso pequeño porque no tengo
ninguno que me pegue con la nueva ropa. Cuando llego ya están todos
esperándome, me subo al coche de Ana con Rebe y Luis y cruzamos la ciudad, en
el otro coche van los demás. Mi corazón se acelera cuando Ana aparca delante
del bar en donde vi a Nacho por última vez, el bar en donde nos conocimos, en
donde me dio el primer beso, en donde perdí mi inocencia en los lavabos aquella
noche loca tan presente en mis recuerdos. El restaurante está justo enfrente,
bajo del coche y miro a través del cristal por si Nacho está por casualidad, me
da tanto miedo volverlo a ver… Pero no, el bar está semi vacío, sólo están las
camareras y alguna que otra persona apoyada en la barra. Entramos en el
restaurante que huele a sidra y nos sentamos en una mesa que tenemos reservada
de madera fuerte. Me siento al lado de Toni y de María y empezamos a charlar
sobre si queremos carne o pescado observando la carta que nos muestra un gran
repertorio de manjares que degustar.
— Me
comería una dorada a la sal –digo yo-.
— Pues
yo un entrecot a la pimenta –dice Toni-.
— Yo
no sé por lo qué decidirme –duda María a la que cuando se trata de comida le
gusta de todo-.
María está
bastante rellenita, hoy se ha puesto una camiseta ajustada que le resalta los
michelines. Sus fracasos con las dietas son constantes que siempre lamenta
cuando hacemos terapia. Hay gente afortunada que puede comer lo que quiera y
nunca engorda, en cambio yo, dice, me engordo con un simple vaso de agua.
— Yo
también quiero dorada –anuncia Rebe-. ¡Hace tanto tiempo que no como!
— Ya
lo tengo decidido, me voy a comer un churrasco –puntualiza María y sus ojos
brillan con sólo pensarlo-.
— Buena
idea –dice Jesús-. Yo también quiero uno.
Ana y Luis se
deciden por una merluza a la donostiarra, el camarero anota los segundos platos
que hemos elegido porque de primero todo será compartido, platos para picar que
escogemos entre todos.
— ¿Y
para beber, señores?
— Saca
dos botellas de agua grandes –dice Toni-.
El camarero
pone cara rara pero no comenta nada. Se lleva las copas y los vasos de sidra
vacíos y desaparece hacia la cocina.
— Vaya
ocurrencia –le dice Luis a Toni-.
Justamente ir a una sidrería.
— Es
que es uno de los mejores sitios de la ciudad en cuanto a comida se refiere –se
defiende Toni-. Cuando saquen la comida, ya lo comprobaréis por vosotros
mismos.
Y Toni no se
equivoca, la comida está deliciosa, ha sido una buena decisión venir aquí a
pesar de que puedo observar como escancian la sidra en las mesas de alrededor,
como la gente bebe sin parar, como charlan acaloradamente. Siento inseguridad
que se filtra en mis movimientos dudosos, no sé de qué hablar, ni qué decir, me
quedo callada escuchando a mis compañeros y pienso en Nacho, en lo que estará
haciendo a estas horas, si está en algún lugar cercano a mí, si todavía está
con Luz, si en algún momento del día me recuerda, si ha llegado a arrepentirse
de su decisión de dejarme. Y entre mis pensamientos, que me llenan de
melancolía, quito con los cubiertos la sal gruesa que cubre la dorada y creo
que mis heridas también estarán en algún lugar de mi interior recubiertas de
sal, que me escuece y me duele pero que, a pesar de todo, cicatrizan porque se
desinfectan entre el mar de las lágrimas que he vertido durante los últimos
meses.
— ¿Estás
bien, Elisa? –me pregunta Ana-.
Contesto con
un movimiento de cabeza afirmativo, perdida entre recuerdos me estoy perdiendo
la mitad de la cena. Hago un esfuerzo para apartarlos de mí y me fijo en el
resto de compañeros. En María, por ejemplo, que ha devorado el churrasco y sólo
le falta chuparse los dedos que supongo que no hará por educación. En Toni que
sonríe como si fuera el anfitrión de la fiesta, es de las pocas veces que lo he
visto con la mirada tan alegre y admiro las luces de sus pupilas. Hoy está muy
hablador y sólo es interrumpido de vez en cuando por los chistes de Jesús que
resuenan por todo el local. Luís también está bastante callado y me pregunto si
le pasará algo o también siente la misma inseguridad que yo. De vez en cuando
intercambiamos miradas de silencio porque está enfrente de mí y yo sutilmente
agacho la mirada. Me cuesta que otro chico que no sea Nacho me mire, no estoy
acostumbrada al juego de espejos que pueden llegar a deslumbrarme sino voy con
cuidado. Pedimos los postres, una tarta de manzana de la casa que me endulza el
paladar y la saboreo lentamente, la manzana está en el punto óptimo,
sinceramente riquísima.
— ¿Un
chupito? –dice el camarero mientras recoge los platos-.
Todos lo
negamos pero él insiste:
— Venga,
que invita la casa.
Al final, el
muy pesado, acaba sacando una botella de licor de manzana y los sirve pero
nadie de los seis lo tocamos. Pagamos y salimos a la calle.
— ¿Dónde
queréis ir ahora? –pregunta Ana-.
— ¿Os
apetece un billar o un futbolín? –propone Jesús-.
— Sí
–responden María y Rebe-.
— Aquí,
en el bar de enfrente, creo que hay uno –dice Luís-.
Cruzamos la
calle, yo no puedo con mi alma porque veo como Nacho sale del bar en este
preciso momento a fumarse un pitillo con Luz que lleva un vestidito bastante
corto que le resalta sus piernas. Me paro en seco pero él ya me ha visto y me
saludo con la cabeza. Un saludo que hace que su pelo se mueva suavemente
acompañándole el gesto. No quiero acercarme, me he clavado en el asfalto negro y
brillante. María que también los ha visto también se frena y pega un codazo a Luís para decirle:
— Yo
en este bar no entro, con mi hermana aquí sí que no.
Mis ojos se
agrandan colosalmente al oírlo porque ¿es Luz la hermana que ha hecho siempre
sombra a María? Miro a María, que
tampoco se mueve del sitio, observando fijamente a Luz desde la distancia y veo
en sus ojos un odio que se enciende como el fuego…
Continuará...
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